sábado, 3 de octubre de 2009

Hasta ese día, el día en que Susana miró a su novio, y un hombre, el hombre, Fernando había disimulado bien sus tendencias disfrazándolas como jugueteos de borracho que sólo se permitía con amigos de confianza quienes, entre bromistas y recelosos, se dejaban toquetear por un rato y después sonreían, tímidamente, para apartarlo diciendo: "Cálmate, Fer, que ya estás muy pinche borracho". Y eso Susana lo sabía, para qué hacerse pendeja, para qué hacerse pendeja si también sabía que de vez en cuando, Fernando caía en la tentación de buscar ingresos por recovecos dolorosos y poco comunes, a lo que ella se negaba con una sonrisa de gato y un escurrimiento sobre la cama que inevitablemente culminaba con el rojo avergonzamiento en el rostro de su novio. Por eso, y no por otra cosa, se lo había pedido. Él era un macho, él es un macho, pensaba ella, siempre ha sido un macho, y esas cosas le pasan a todos los hombres, a todos, a todos, yo también a veces, pensaba Susana, al mirar esas fotografías exquisitas de otras mujeres en las páginas de Cosmopolitan, he caído en la tentación de tocarlas para saber, no sé, tal vez, qué se siente otra piel, ser otra piel, que es la misma, mi misma piel de mujer, mis labios.
Al principio, como comenzó a ser habitual desde la tarde en que vio a su novio derretirse en el rostro de otro hombre, Susana condujo las manos hacia el pecho, acariciándose, y luego las apretó. Se apretó. Y en un espejo imaginario se miró exprimida a medias, como la naranja que cayó al suelo pocos segundos antes.